29.11.08

El Sol de Julia (Cuento corto)


El sol de Julia

Nunca olvidaré ese primer encuentro que marcó la pauta de nuestra relación.
Ya había alcanzado la marca del metro con cinco de mi hermano mayor cuando tenía mi edad y cambié los pantalones cortos por unos bluyines Caribú de bota recta que mi madre doblaba varias veces hacia fuera para que me duraran al menos un año entero. El triciclo rojo estaba recién lavado y yo listo para dar vueltas en el antejardín hasta marearme antes del medio día. Frente a nuestra casa vivía una pareja de viejos que nunca saludaban a nadie. Mi papá decía que tenían una hija que se había fugado para casarse con un hippie y vivir en Canadá, pero nadie estaba seguro de nada. Eran rumores de curiosos sin oficio. Lo cierto es que habían llegado un par de años atrás a vivir al barrio, solos, sin hija y sin hippie. El viejo tenía un taller de autos en el centro y la vieja reparaba porcelanas con claras de huevo en la casa. Vivían tan modestamente como nosotros pero ellos tenían un auto que era la envidia de toda la cuadra: Un Dogge Dart color verde botella con rines de lujo.

Esa mañana llegaron en el auto la pareja de viejos y en el asiento trasero venía una mujer con una bebita de no más de un año en sus brazos. Se bajaron del auto y yo, sentado sobre el triciclo como suspendido en el aire, me quedé mirando extasiado los buclecitos dorados de la cabeza de la niña. Puedo recordar perfectamente el rayo de sol sobre ellos y la sombra en el pavimento. La niña levantó su cabeza y me miró con sus ojos grandes, alzó la manita por la espalda de la mujer que la llevaba en brazos y me saludó sonriendo. Yo me asusté tanto que le saqué la lengua y le hice una mueca. La pequeña comenzó a llorar desconsolada. La pareja de viejos se dieron vuelta y yo como un cobarde arranqué a toda la velocidad que me dio el triciclo hacia dentro de la casa. Avergonzado me pasé el día entero mirando desde una esquina de la ventana hacia la casa de los viejos pensando en cómo reparar el daño que había causado. Al caer la tarde el sol pegaba sobre la fachada de la casa de los viejos y yo seguía escondido tras la cortina observando pero nada se movía de su lugar: la puerta cerrada, las ventanas cerradas, el balcón cerrado. Era como si la casa se los hubiera tragado al pasar por la puerta principal. Tenía miedo de salir al jardín y que alguno viniera a reprocharme mi grosería. Ni siquiera entendía por qué había hecho algo así a una criatura tan bella. Cayó la noche y mis fuerzas me doblegaron, me quedé dormido en el suelo junto a la ventana y seguramente fue mi padre el que me llevó a la cama. Me desperté en medio de la noche y recordé lo que había pasado. Me bajé de la cama y me arrodillé a rezar, a pedirle perdón a Dios por haber hecho llorar a la niña y a pedirle que me ayudara a verla otra vez para hacerla reír de nuevo. Recé con fervor y concentración como me lo había indicado el padre Augusto en las clases de catecismo del domingo. Demostré con lágrimas mi arrepentimiento y en algún momento en medio de tal concentración me quedé dormido.

A la mañana siguiente me desperté en el suelo, junto a mi cama. El sol entraba por la ventana de mi habitación y Chester me lamía la cara. Chester era el perro de la casa. Una mezcla de labrador con Snauser algo extraña. Tenía las orejas largas, el cuerpo y la cola de labrador y las patas cortas casi como un salchicha pero gruesas y con exceso de piel colgante. Tenía 7 años y yo a penas acababa de cumplir los 6. Era más viejo que yo, más sucio que yo y en ocasiones más tonto que yo. Sin quitarme el pijama me fui corriendo a la ventana de la sala del primer piso a mirar la casa de los viejos. Seguía exactamente igual que el día anterior: hermética, inmóvil, silenciosa. Mi madre me pegó una nalgada y me mandó de un grito a darme un baño. Mi hermano mayor me tiró de la oreja hasta hacerme suplicar y Chester aullaba sin compasión. Era imposible concentrarse entre tanto barullo, yo necesitaba que Dios me escuchara y se convenciera de que estaba realmente arrepentido para que me diera una segunda oportunidad.
Soporté estoicamente la tortura de mi hermano, el baño que incluyó lavada de orejas y restregada con manopla hasta entre los dedos de los pies y por último acepté que mi padre me peinara de lado y me echara brillantina para que el cabello se quedara pegado en su lugar. Bajé de nuevo las escaleras despacio como siempre me lo pedía mi madre y me acerqué a la puerta. Miré el triciclo y decidí culparlo de mi cobardía. Le dí una patada y tomé el balón de fútbol para salir a jugar contra el muro del jardín que separaba mi casa de la tienda de comestibles.

Después de una hora de patear el balón y atraparlo como arquero del Boca mi cabello ya se encontraba completamente desordenado, me había arrastrado por todo el jardín y mi bluyin nuevo estaba deshilachado a la altura de la rodilla derecha. Sudaba como condenado en el infierno, respiraba agitado y había olvidado el asunto de la niña. De pronto escuché el claxon del Dogge y giré sobre mis talones hacia la casa de los viejos. Por la puerta principal salieron la vieja y la mujer tomando de la manita a la niña que daba pasitos inseguros. Rápidamente traté de sacudirme la tierra del bluyin, me limpié la mano con la camiseta, corté una margarita del jardín y solté el balón hacia un lado. Me fui corriendo hacia donde se encontraba la niña y le ofrecí la flor, pero la niña volvió a romper en llanto. Los rayos de sol se refractaban en sus lagrimitas y me sentí avergonzado otra vez. La mujer le dijo: - No llores Julia, no le tengas miedo, es tan solo una Margarita que te vienen a regalar. Pero la pequeña seguía inconsolable. Sabía que no era por la flor sino por mí. Yo era el causante de su tristeza. Me retiré en silencio. Entré a mi casa, volví a patear el triciclo, subí a mi habitación y mirando fijamente el crucifijo sobre la cabecera de mi cama murmuré: - ¡So puto, me las vas a pagar!

Desde aquella mañana jamás volví a rezar. Años después me hice amigo de Julia, la nieta de los viejos. La hice llorar toda su adolescencia con bromas pesadas. Nos hicimos adultos y la enamoré haciéndola llorar cada vez que me iba con otra. Nos casamos hace 32 años y no hubo año que no la hiciera llorar de nuevo.

Hoy le traje Margaritas a su tumba y el sol de Julia cae sobre la lápida que desde hace 3 años visito devolviéndole cada una de sus lágrimas.

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